Avellaneda Blues- Vazquez I- La Historia de los hombres

Avellaneda Blues- Vazquez I- La Historia de los hombres
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 -¿pero por que le diste tu comida al “Gitano”?-pregunto Arturo

Porque yo no tenía hambre y el seguro que si- contesto Aníbal

-Pero  Aníbal… me cago que sos zonzo  ¿eh?- rezongo Arturo

Aníbal Vázquez callo y siguió caminado al lado de su hermano Arturo. Doblaron hacia la calle principal, entonces Arturo entro al almacén de Don Ramiro y Aníbal lo siguió.

 -Vos quedate aca y esperame-Arturo empezó a caminar por el almacén simulando elegir mercaderías para comprar. Algo que el dueño del almacén sabía de antemano que no iba a suceder. Don Ramiro tenía una doble consideración hacia esos dos chicos, hijos de Herminia Vázquez, una mujer sola con seis hijos.

Por un lado le despertaban su alma de abuelo y por otro su corazón anarquista.
 Un abuelo que no veía a sus nietos porque estaban a 400 km de distancia, en la ciudad de La Plata y el estaba allí. En Lobería. En su almacén donde entraba Arturo, buscando algo de comer.

Así lo veía don Ramiro. No sentía que Arturo le robaba,. Solo buscaba algo para comer.

Y el lo dejaba, al fin de cuentas el chico tomaba las frutas mas baratas y nunca le robo caramelos. A lo sumo alguna galletita de latas.
Arturo ya había tomado lo que necesitaba y se acercaba a Don Ramiro preguntándole cualquier cosa. Y Don Ramiro, seguía el juego.
Luego Arturo salía y corrían. Aníbal y el  corrían innecesariamente, pero sus almas de gorriones necesitaban descargar esa adrenalina.
Su madre los reprendía cuando se enteraba. Pero nada pasaba de allí
Y eso que visto con los ojos prejuiciosos del buen burgués significaba ROBAR, fue una experiencia que Aníbal llevo en su cuerpo y su mente siempre y cada vez que recordaba eso con alguien no dejaba de sentir un enorme amor por Don Ramiro. Por su alma sensible que entendía la vida del mismo lado del corazón que la entendió él, Aníbal Vázquez
Esos momentos comiendo con su hermano, guardando algo de lo que tenía él para luego compartirlo con algún amigo o con otro de sus hermanos, quedaron siempre en la memoria de Aníbal y le sirvieron para ponerse en claro que el debía ser así. Solidario.

 -¿pero por que le diste tu comida al “Gitano”?- le había preguntado Arturo y pese al reproche, de su hermano mayor, Aníbal sabía que aprobaba su acción.

Después dormían la siesta bajo un árbol. El verano en Lobería.. Cuántas maravillas tenía la vida para mostrarle. Porque la vida también le mostraba la cara dura del dolor. Del hambre. De la casa fría, de la madre que no está porque trabaja y del padre que no esta porque…Dios sabrá por qué carajo no estaba nunca ese hijo de p...


A medida que se iban haciendo mozos, los hermanos se hicieron responsables y trabajadores. Y así los consideraban en el pueblo.
Pero a ellos, Lobería comenzó a quedarles chico.  Porque los hermanos soñaban. Soñaban no con riquezas. Sino con la ciudad enorme. La inmensa Buenos Aires.
“Mama: Los vamos a Buenos Aire no te preocupes los ba a ir bien.
Te queremos mucho y te bamos a escribir y mandar plata.
Anibal y Arturo”
Buenos Aires de 1946 y Aníbal con veinte años. Allí había fábricas y habría más porque había ganado el general. Había ganado Perón y las cosas cambiarían para los pobres como Aníbal.
Peron y Evita los iban a ayudar.
Arturo consiguió trabajo lavando copas. Cuando salía de allí se dirigía a las playas de carga del ferrocarril Mitre y ponía bolsas en su hombro. A veces de cemento, a veces de papas o de semillas. Nada pesaba en esa época en la que volvía a su casa casi a las doce de la noche.
Y ese viaje a la zona de los bañados, conocida como Villa Lugano o Villa Soldati y antes como bañado de Flores, era el final de cada día.
Aníbal trabajaba de lustrabotas en la estación de Lugano. Su viaje era sin dudas mas corto hacia el hogar. Pero no la cantidad de horas trabajadas. Antes de entrar el barrio por la Avenida Roca trabajaba en un mercado de la Avenida Riestra limpiando, ordenando cajas para la apertura del negocio a la mañana siguiente.
 Vivían en una incipiente villa cerca de los barrios de los obreros ferroviarios, que fueron los primeros habitantes y hacia el sur de los construidos por la cooperativa del Hogar Obrero.
Cada peso, cada centavo se guardaba. Se cuidaba. Y si era necesario comer lo justo o menos de lo justo, se hacía. Como dos monjes que podían controlar sus sensaciones vitales, ambos hermanos trabajaban y solo consumían lo mínimo para estar arriba el día siguiente, trabajando otra vez.
 Porque ese ascetismo, era para ellos la base de un ahorro, para una vida mejor. Una vida no ascética, sino mundana.
 Esos dos hombres jóvenes, llegados desde el “interior” eran los monstruos que veían las señoras gordas viviendo en las villas.
Los “cabecitas negras” que tanto horrorizaban a los bien pensantes y sus acólitos ambos hijos no de la abundancia sino de la más absoluta hipocresía.
Y un dia de 1951, llego la posibilidad. La ciudad se llamaba Villa Domínico y allí se compraron el terreno. Y Aníbal que trabajaba en la construcción consiguió la ayuda del sindicato. Ese que Arturo desdeñaba porque lo consideraba formado por haraganes y ventajeros.
-          Nos cobran una cuota y no trabajan igual que nosotros! – bramaba
Y Aníbal lo miraba, tratando de entender esa reacción de aquella persona que el no solo admiraba, sino que quería más que a nadie en el mundo.
Pero Aníbal no pensaba igual. Creía que los sindicatos cubrían a los trabajadores, como antes Arturo lo cubría a él cuando era un niño. Se trataba de organizaciones de débiles que debían lidiar con fuerzas que los excedían en número, poder económico y poder político.
Construyeron cada uno su casa. Primero piezas separadas. Luego baño y cocina común.
Arturo conoció a Adela y se enamoró. La llevó a vivir con él y luego se casó. Y vinieron los hijos de Arturo, los sobrinos de Aníbal. Un niño llamado Raúl y una niña llamada Marta.
 Las risas en la casa, las fiestas de esa familia…
 Y un día Arturo se fue. Las noches de frío y de trabajo duro lo habían vencido.
O quizás -como decía Aníbal- se sentó al lado de Dios, porque ese era el lugar que los ángeles pobres tenían.

Aníbal  Vázquez tuvo un maestro y ese fue su hermano. Su ejemplo.
Y se hizo un juramento frente a la tumba de su hermano y es que sus sobrinos y Adela serían cuidados por él. Para siempre lo que significo que decidiese no casarse.
En el 62 ingresa a la American. Allí empieza a ganar un buen sueldo lo que le permite hacer que esas casas que él y Arturo habían comenzado a construir, crezcan, se mejoran, sepan de jardines, de cocinas a gas, de heladeras Siam…
El quiere que Adela y sus sobrinos vivan felices.
Con una felicidad que él se impondría transmitirles. Pero una felicidad que él no compartiría porque cada día le preguntaría a ese Dios impiadoso, por que se había llevado a Arturo.
 Ahora Aníbal tiene cincuenta años y Raúl el hijo mayor de Arturo, tiene más de veinticinco. Lo ha criado como a su hijo y se siente en paz con su conciencia.
Siente que cumplió con la promesa que se hizo frente a la tumba de su hermano. Viviendo con una mujer que no era su mujer, criando hijos que no eran sus hijos, pero llevando dentro de él la convicción de que eso era lo que debía haber hecho y así había sido,
No importaban las pedorretas de los compañeros. A veces hay que aceptar que no nos entiendan-pensó Aníbal sabiendo que el pelearía por Fratti.

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